KANT

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"El sabio puede cambiar de opinión. El necio, nunca."

27 feb 2009

Las mieles del poder

Espartaco en el yate
Ignacio Camacho
(Publicado en ABC el 27 de febrero de 2009)

SOBRE la cubierta de un yate de doce millones de euros cualquiera puede sentirse un amo del universo. Incluso aunque el barco no sea tuyo, sino de un rico constructor pendiente de obtener tus favores. Eso es el poder: la bizarra sensación de estar sentado al sol en un navío de lujo ante un millonario preocupado de que te sientas a gusto.

Si no tuviese el poder, por ejemplo el poder de decidir contratos públicos de energía eólica, el ciudadano Anxo Quintana, enfermero de Orense, antiguo alcalde del pueblo de Allariz, jamás podría aspirar a subirse al yate de Jacinto Rey, capitán de un emporio inmobiliario. Bueno, sí existe una posibilidad remota: empleado de camarero o asistente para servir las copas a los invitados de alto copete del plutócrata. Pero así, como huésped especial, arrellanado en el sillón de popa mientras el propietario permanece de pie atento a su charla, sería del todo imposible si Quintana no fuese vicepresidente de la Xunta de Galicia. Es decir, si no hubiese alquilado su puñado de votos para derribar al vencedor de unas elecciones a cambio de alzarse con la capacidad de administrar recursos públicos. Esa sencilla, rentable operación aritmética permite a un hombre común convertirse en objeto de halago de los magnates, repartir dinero y prebendas, amueblar sus despachos con lujosos sillones de diseño, circular por el mundo al otro lado de los cristales tintados de un coche de alta cilindrada. Y tratarse de tú a tú con potentados que suspiran por verle enarcar una ceja. En eso consiste, al fin y al cabo, la revolución; en someter a los capitalistas al yugo del pueblo.

Hay que entender a Anxo Quintana, el hombre que no quería ser esclavo, el Espartaco elegido por los dioses celtas para liberar Galicia de la opresión y el feudalismo. Lo suyo no es desclasamiento oportunista ni fascinación por la «dolce vita» que tanto seduce a otros próceres cautivados por el encanto de los yates de los Cortinas, los Florentinos, los Poceros. Lo suyo es una misión histórica, una conquista democrática, una preclara afirmación de autonomía política, una tarea de redención popular que empieza, como la caridad paulina, por uno mismo. Su soleado paseo por el mar encarna el sueño emancipador de todos los gallegos humildes, de los habitantes de las aldeas, de los mariñeiros de las rías, de los vendimiadores del Albariño; ellos se saben reconocer en su triunfo abnegado, y discriminan con sabiduría milenaria entre la hojarasca superficial de las apariencias y el profundo sentido liberador de un gesto de rebeldía plebeya. Ellos saben que Quintana no había subido a ese barco para disfrutar de un suave y confortable crucero de cabotaje, sino para enarbolar en él la bandera de la soberanía nacional y humillar ante ella a un potentado bajo la férula implacable de su poder democrático. El sufrido pueblo gallego bien merece sacrificios de esta especie.

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